La higiene de la envidia, pros y contras


              Uno de los muchos problemas de la envidia es que no tienes forma real de saber que alguien es más afortunado que tú hasta que ambos están al final de sus vidas, y entonces es demasiado tarde.  

Thomas Sowell


    Mi vida transcurre como una permanente excursión a los pecados capitales. Me parecen a cuál más atractivo. Desprecio la supuesta  virtud de la humildad porque no tengo duda de que hago algunas cosas muy bien (sí valoro, y trato de cultivar, la sencillez), como buen gordo soy glotón, me encantaría tener muchísimos más bienes materiales de los que tengo, soy perezoso para hacer cualquier tarea que no consista en abrir un buen libro, me encabrono con facilidad y, bueno, mentiría si dijera que mi sistema inmunológico se defiende siempre bien de las situaciones lujuriosas.

        La única de esas actitudes que no me ha visitado jamás, creo, es la envidia. Para gritar “bingo” frente al cartón de las faltas graves yo he intentado que me saliera, pero sin éxito. Cada vez que me puse como objetivo envidiar a alguien me encontré con alguna de dos situaciones: el tipo había tenido éxito en sus afectos o en sus negocios por su capacidad y su laboriosidad (nunca, por uno solo de esos ingredientes) y eso me provocó una inmensa alegría porque al fin le encontré algún sentido de justicia a la vida en este mundo, o bien el sujeto en cuestión era un corsario, un saqueador o un parásito que sólo me despertó desprecio, una barrera infranqueable para que uno envidie. “Los malvados envidian y odian, esa es su forma de admirar”, escribió Víctor Hugo. Por eso son siempre más violentos los ataques a alguien por sus virtudes que por sus defectos (Adán y Eva fueron sancionados porque quisieron saber, usar el atributo humano de la razón, no permanecer en la ignorancia).

        Ni siquiera logré mi deseo de envidiar emulando a tantísimos conocidos que demostraban tener pocas defensas contra ese sentimiento. A la vuelta de asados o fiestas de cumpleaños yo intentaba confortarme diciendo simplemente de alguien “bueno, sí, es un poquito competitivo”.  Después me di cuenta de que esa calificación equivalía a descafeinar la conclusión tan temida, a maquillarla para que me doliera menos.

        Terminé cansándome de esos sujetos que preguntan “¿qué tal [algún sitio que uno hubiera visitado]?” nada más que para contar que ellos lo conocen más, que tienen un dato que a uno le faltaba, que fueron a otro lugar cercano que es todavía más lindo que ese que ellos mismos indicaron como referencia para después superar la marca. Enterados de que uno acaba de comprarse una docena de medialunas que le parecieron ricas, dicen: “tenés que ir a la confitería Cildáñez, la verdad es que medialunas como esas no hay”.

        Verificado con mucho dolor el diagnóstico que yo venía esquivando, y consciente de que, como dice un amigo, “me quedan tres cañitas voladoras y a lo mejor ya son las doce menos diez”, decidí que no podia participar de esas competencias, en las que uno termina como el protagonista del cuento El espíritu de emulación, de Fernando Sorrentino. Empecé a eliminar de mi vida a todas esas personas que sólo comparan. Alguien me explicó que la envidia proviene de una bajísima autoestima, de una lacerante inseguridad. Bueno, una pena, pero no soy el padre ni el terapeuta de esa gente. Le deseo lo mejor, pero ahora desde más lejos.

        Me dirán que el peligro de mi estrategia defensiva es quedarme en la vida más solo que un cóndor. Puede ser.

-Ω-


Comentarios

  1. Hola Marcelo. ¡Te has vuelto reincidente! Has logrado una vez más que me ría con tu afición por los pecados capitales, que, debo reconocer, comparto con el más inmenso de los placeres. En cuanto a la envidia, admiro como tú y trato de emular -en la medida de mis reducidas capacidades- a las personas brillantes, trabajadoras y creativas que alcanzan el éxito gracias a su esfuerzo. Sin embargo, el trepa, el caradura, el "parásito"... sacan lo peor de mí. No se trata de envidia, en absoluto, sino más bien de un sentimiento oscuro de rabia e injusticia, porque creo que representan lo peor de la sociedad y lo más granado del mundo empresarial y político, ¡y así nos luce el pelo! Con cariño y admiración de la buena, Carmen Menéndez

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