La música y yo



Desde muy chiquito anhelé (lo sigo anhelando) tocar el piano. Ver a cualquiera capaz de hacerlo es lo único que me hace incurrir en el único pecado capital que habitualmente no cultivo: la envidia.

Dice mi psicoanalista que tal vez eso se deba a la severa equivocación que cometió mi bisabuelo, el andaluz Manuel (los psicoanalistas son muy sagaces porque siempre echan la culpa a alguien que ya no se puede defender, nunca al que les paga).

Don Manual llegó a la Argentina y se instaló en la Pampa Gringa, pero no para trabajar la tierra, que era lo que hacía falta, sino para instalar un conservatorio de piano de la “franquicia” del profesor Alberto Williams. Cuenta la inverificable leyenda familiar que el hombre había sido organista de la catedral de Málaga. Un matrimonio inconveniente con una dama de una clase social algo más elevada que la de él (no hacía falta mucho para eso, tampoco el señor era ningún aristócrata), lo obligó a cruzar el océano. Algunos alumnos lograba reclutar, pero apenas empezaba la cosecha desaparecían todos. Padeció de un hambre atroz.

Tres generaciones después, esos deseos no sublimados hicieron lo suyo. Manifesté en casa que quería tocar el piano. Mi madre habló con la profesora de piano más prominente del pueblo, a la que por piedad llamaremos con el nombre de fantasía de “Tota”. La señora Tota se dedicó afanosamente a hacerme practicar cómo se dibujaba la clave de sol, algo que a ella le parecía una condición para que yo pudiera poner las manos sobre un teclado. Yo quería producir sonidos; aspiraba al arte musical, no al visual. Jamás pude dibujar nada. Mi cónyuge dice que carezco de “motricidad fina” porque no fui al jardín de infantes, empecé a los cinco años en lo que llamábamos “preescolar” porque no había nada antes en el pueblo. Cuando cumplí un mes y medio de maratón caligráfica sobre papel pentagramado, una crisis de llanto logró que mis padres se apiadaron de mí. Deserté.

Un año después, mi madre supo que los sábados iba un profesor de guitarra de Rosario a “la escuela de las monjas” (nunca supe cómo se llamaba ese establecimiento). Mi irrefrenable vocación y la escasez de oferta académica no me permitían ser muy exigente a la hora de seleccionar instrumentos. Habría empezado clases de bombo legüero, fagot, ocarina, sikus, maraca venezolana, lo que fuera con tal de que sonara. El hombre era encantador y desde el primer día yo producía algún entusiasta rasguido. Me sentía feliz. Tres semanas después del comienzo del curso, el profesor nos dijo que era necesario complementar sus clases con otras de teoría y solfeo y presentó a la profesora que estaría a cargo de eso. Hizo su ingreso (adivinó usted), la incombustible señora Tota.

Todo eso acaso explique que un talento, un diamante en bruto, permaneciera seis décadas en esa condición (en la de bruto) y se dedicara a estudiar los efectos perniciosos de los monopolios, la posición dominante, la falta de competencia efectiva y ese tipo de calamidades. Eso no me lo dijo el perverso del diván. Lo deduje yo solito.

-Ω-


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