Animalario jurídico
Mi amigo Alejandro Dagnino hace honor a su apellido y quiere hacerme sufrir. Me manda la resolución de una jueza de San Justo (parece un juego de palabras) que ordenó la restitución a una señora de un perro y cinco gatas. Aparentemente, esos animales estaban en poder del exmarido en calidad de rehenes. La jueza, de nombre Maite Herrán, puso todo en su lugar “sin que ello implique prejuzgar sobre la titularidad de los animales”.
Dijo la magistrada que los animales son seres sintientes y que por eso tienen derechos. Para ella, “un sentimiento ético generalizado” (atención: un sentimiento, no un fundamento racional, que además tiene que ver con la Ética, no con el Derecho) es suficiente para que los jueces establezcan obligaciones que, reconoció, ella no logró encontrar rumiando en la legislación; entre esas obligaciones, la de evitarles el sufrimiento.
No limitó semejante derecho a los animales que podamos considerar domésticos. De hecho, citó como antecedente el famosísimo caso argentino Orangutana Sandra s/ hábeas corpus (sí, existió). No conozco a nadie que tenga como mascota a un orangután. Chita era una simple chimpancé.
La jueza presumió que el señor se negaba a entregar esos animales a su exesposa para someterla a daños psicológicos, no por haberse encariñado con los de cuatro patas o por algún otro motivo atendible. De modo que borró con el codo lo que escribió con la mano: en realidad pareció atender a los derechos de la señora, no de las mascotas. El mismo sufrimiento habría tenido la víctima si su exmarido se hubiera apropiado de una imagen de San Cayetano, del álbum de fotos de su casamiento o de una batidora Kitchen Aid (en mi caso, es el bien ganancial más preciado, no lo soltaré ni bajo tortura).
Le pareció importante, a una jueza del distrito bonaerense de La Matanza, no de Copenhague, que en algunos países del primer mundo hubieran organizado centros de alojamiento de las mascotas de las mujeres sometidas a violencia doméstica que no tienen un sitio para llevarlas. Por eso organizó un operativo para devolverle los bichos que incluyó el auxilio de la fuerza pública y la autorización para violentar cerraduras y la intervención del organismo de zoonosis del municipio, a cuyos contribuyentes el asunto les viene saliendo carísimo. Eso sin contar el salario que le pagan a Su Señoría para que haga estas cosas.
El juzgado dio intervención a la justicia penal para ver si se había cometido el delito de maltrato animal. Algunos juristas ya analizan el caso de los patos y de los conejos, que reúnen dos condiciones conflictivas: hacen de mascotas, pero también se comen.
Como decía Peter Drucker, “la mayoría de las iniciativas no fallan por la estrategia, sino por la ejecución”. No sabemos cómo salió ese procedimiento. La jueza ordenó a la señora suministrar al encargado del secuestro el nombre de los animales, a los que sólo identificó por la raza del perro, border collie, y el color del pelaje de las gatas (también indicó que todas estaban castradas, algo que al oficial de justicia no sé si le interesará, o si podrá verificar). Menuda tarea tendrá el funcionario para ejecutar la orden si el revuelo atrae a más perros y gatos y ninguno de esos “seres sintientes y sujetos de derecho” responde a los nombres que indique la actora. Los menores e incapaces suelen estar bajo shock cuando un señor de corbata y un montón de policías se los quieren llevar a los empujones por orden de un juez. Y francamente no sé si los gatos, seres bastante apáticos, producen algún gesto que denote que se autoperciben Princesa o Fiona.
-Ω-
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