Benditos ataúdes



Vi que el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad de Buenos Aires pretende eliminar del mercado una aplicación que ayuda a la gente a preparar sus declaraciones de impuestos. Dice que esa tarea es una incumbencia exclusiva de los contadores. Acaso confunda "incumbencia" con obligación de contratar a alguien (la gente, si se anima, puede preparar sus declaraciones sola, como también defenderse en un juicio penal sin abogados).

El episodio me hizo recordar la historia de los monjes que emprendieron una actividad industrial, para lo cual debieron pasar una penitencia regulatoria que excedió la duración de cualquier Cuaresma. No la cuenta ningún humorista, sino  en un libro Neil Gorsuch, un juez de la mismísima Corte Suprema de los Estados Unidos, un país donde a veces uno encuentra mucha libertad y otras, lo contrario.

En 2005, el huracán Katrina causó estragos en el bosque de pinos que proporcionaba madera a los treinta y seis monjes benedictinos que vivían en la abadía de San José, en la Luisiana rural. Esa gente tuvo que buscar otras formas de mantenerse. 

Dice Gorsuch:

Durante años habían hecho simples ataúdes de madera para enterrar a sus colegas. Ahora, decidieron, ampliarían su operación y ofrecerían dos opciones al público: un ataúd ‘tradicional’ con un precio de 2.000 dólares y una opción ‘monástica’ disponible por 1.500 dólares. El sastre de la abadía contribuyó cosiendo las fundas de las almohadas, y un diácono bendijo cada ataúd antes de la entrega. En general, fue un buen negocio: los monjes produjeron un ataúd de calidad y sus precios mejoraron a los de muchos rivales locales.

Eso, sin embargo, resultó ser un problema. Poco después de que los monjes comenzaran a ofrecer ataúdes al público intervino la Junta de Embalsamadores y Directores de Funerarias del Estado de Luisiana. La Legislatura del Estado había creado esa Junta en 1914 para regular ‘el cuidado y la disposición de los difuntos’. Pero en el momento de su disputa con la abadía, ocho de los nueve miembros de la Junta pertenecían a la industria funeraria. Y no estaban muy contentos con la nueva competencia clerical.

La Junta escribió una carta a la abadía enfatizando que, según la ley estadual, solo las funerarias con licencia tenían derecho a vender ataúdes al público. Y convertirse en una funeraria con licencia en Luisiana no era fácil. Entre otras cosas, una funeraria tenía que tener un salón que pudiera albergar a treinta personas, una sala de exhibición para seis ataúdes, instalaciones de embalsamamiento y un director de funeraria a tiempo completo que hubiera completado treinta horas de crédito en una universidad acreditada, completado una pasantía y aprobado un examen administrado por la Conferencia Internacional de Juntas Examinadoras de Servicios Funerarios.

Los monjes no estaban interesados en abrir una funeraria. Solo querían vender ataúdes. Pero debido a que no habían cumplido con las regulaciones, la Junta emitió una orden de cese para que dejaran de vender ataúdes. La Junta citó a dos monjes para que testificaran y los amenazó con multas y posibles penas tras las rejas. Los monjes intentaron presionar a los legisladores para que cambiaran la ley estadual y permitieran que organizaciones sin fines de lucro como la suya vendieran ataúdes. Pero también se encontraron con la oposición, no ya del público, sino una vez más de los empresarios de la industria funeraria. Durante todos estos acontecimientos, los monjes siguieron vendiendo silenciosamente sus ataúdes. Eso llevó a una Junta enfurecida a enviar a un investigador para que tomara declaraciones juradas de aquellos que habían comprado los ataúdes y tomara fotografías de los ataúdes ‘antes de que cualquier evidencia pudiera ser enterrada’.

Después de una demanda ante la justicia federal y de seis años de disputas con la Junta, en 2013 los monjes finalmente ganaron el derecho de ingresar al mercado de ataúdes de Luisiana.

La vida imita al arte. Y no hay nada nuevo bajo el sol (o bajo la tierra). Les Luthiers informaban sobre otro emprendimiento monástico, esta vez en busca de sinergias operativas. Los benedictinos y los capuchinos decidieron compartir convento para bajar gastos. Habrán podido encarar el negocio, imagino, porque no tuvieron que vérselas con ninguna autoridad de supervisión. El acuerdo habrá sido cerrado por dos abades, lógicamente durante una sobremesa. Relataba Marcos Mundstock que en la puerta del ahora convento único hay un cartel: CAPUCHINOS Y BENEDICTINOS. CAFÉ Y LICORES.

-Ω-


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