Doce de octubre
Los americanos somos los únicos seres verdaderamente europeos.
Hemos recibido toda la herencia cultural de Europa.
En cambio, los que están allá son sólo españoles, alemanes, franceses...
Jorge Luis Borges
Algunos llaman “presentismo” a juzgar hechos del pasado con valores que fuimos descubriendo después. Lo explicó Bill Maher: “vos criticás a George Washington porque no tenía un amigo homosexual; si él viviera ahora lo tendría y si vos hubieras vivido en el tiempo de él, no”.
Lo mismo pasa con la conquista española y, por ende, con los nombres de las fiestas.
Imagino que aquellos que celebraban lo que todos llamábamos “Día de la Raza” con alguna romería, o bailando la jota, no estarían afirmando ninguna superioridad étnica. Reconocían y celebraban el legado español.
Pero igual estuvo bien eliminar ese nombre feo. Objetivamente, denotaba una tontería. Siempre me ha parecido inconcebible la idea de que por el parentesco no se transmiten sólo características físicas, sino también virtudes o vicios (hablar de “la nobleza del vasco” tiene tanto sentido como mencionar el heroísmo del ecuatoriano o la caligrafía del estonio). Ayn Rand adjudica esa corriente de pensamiento al mito del Pecado Original, que condena a todo el mundo a vivir tribulaciones por la insensatez de un par de antepasados. Hace responsable al efecto por la causa, no al revés. Exaltar los vínculos de la sangre tarde o temprano provoca el derramamiento, precisamente, de sangre. Encima los científicos andan diciendo ahora que todos los humanos provenimos de África, con lo cual el asunto de las razas viene a ser un análisis de muy corto plazo. Detenerse sólo en en un modesto es una muestra de holgazanería intelectual propia de los genealogistas, una especie de cogitus interruptus. Además, parece difícil etiquetar como provenientes de una misma raza (que no sea la humana) a un celta de ojos claros de Pontevedra y a un andaluz de mirada moruna.
Más allá del nombre de la fiesta, los derrapes conceptuales tienen que ver con leer la conquista en clave de “presentismo”. Eran tan desmesurados los que nos enseñaban que los españoles sólo habían traído civilización y fe como los que hoy los ven como unos criminales saqueadores y romantizan a las bestias nativas que sacrificaban pibes más seguido de lo que nosotros matamos gallinas para hacer puchero. El finado Cortés no habría tenido ningún éxito sin la colaboración de los demás pueblos sometidos por sus salvajes vecinos. A los mexicas los tenía sin cuidado la cuestión del respeto a las minorías. Ese modelo de reinterpretación histórica mezclado adolescente llevó a una presidenta argentina, en un arranque de liderazgo adolescente, a tumbar la estatua de Colón para no tener que verla desde la ventana de su oficina (aunque ella se llamaba “Fernández”, no “Calfucurá”).
Para mitigar un poco los excesos anacrónicos de tirios y troyanos basta pensar que hasta hace no mucho los territorios se adquirían sólo mediante matrimonios entre casas reales o a los garrotazos, que los teólogos pasaron muchas décadas debatiendo si a esos bípedos que habían encontrado al desembarcar y que emitían gruñidos eran personas o qué diablos y si se les debían administrar los sacramentos, que la esclavitud era practicada en todo el mundo, que el trabajo infantil era admitido en todo el planeta y que nadie pensaba que las mujeres pudieran votar ni fueran capaces de administrar sus bienes. Explican bien esta recentísima evolución, y lo mejor que está el mundo cada día, Steven Pinker en Enlightenmente now y Johan Norberg en Progress, Ten reasons to look forward to the future, entre muchos otros. Siempre es más fácil comparar la propio con un pasado inverificable. Lo hace mucha gente que, no obstante, no eligiría operarse sin anestesia, o vivir sin bañarse una vez que descubrió que existen los gérmenes.
El progreso humano no se puede poner en el microondas para acelerarlo. Vamos haciendo lo mejor que podemos con las telarañas que traemos de nacimiento. El protomilitante de los derechos humanos Fray Bartolomé de las Casas, cuyas crónicas acuñaron la llamada “leyenda negra”, luego de denunciar los abusos de sus compatriotas que diezmaban a los indígenas sugirió como solución para la escasez de mano de obra importar esclavos africanos. Existía el peligro de que los nativos que habitaban Nueva España se extinguieran, de modo que era mejor disponer de una mercadería cuyo stock pudiera renovarse fácilmente. De las Casas cuestionó algunos modos, no la sustancia de lo que estaban haciendo sus compatriotas en América. De paso, recordemos que la cadena de comercialización del mercado de los esclavos comenzaba en señores también morenitos que cazaban a los de alguna tribu enemistada. Veían a los de cinco leguas más allá tan enemigos y les importaban tan poco como un taíno a un castellano recién desembarcado.
En uno de nuestros volantazos, el feo nombre de la fiesta fue cambiado por “Día del Respeto a la Diversidad Cultural”. Al principio me pareció eso medio bobo, porque la idea argentina siempre había sido homenajear ese día específicamente a la Madre Patria. Nada tenían que ver con la efeméride los polacos, los sirios, los tehuelches o los mocovíes, que nunca pretendieron apropiársela.
Sin embargo, cuando recordé que todo había empezado en el Caribe un doce de octubre cambié de idea y me pareció bien el nuevo nombre. Salvador de Madariaga contó en Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón que los historiadores se venían devanando la sesera para disipar la enorme cantidad de ambigüedades y misterios que nublan la biografía del Gran Almirante. No había quien coincidiera en un solo dato sobre su vida; ni sobre su suerte después de muerto, ya que hay dos lugares presentados como su tumba, uno a cada lado del Atlántico, y nada indica que el hombre hubiera sido descuartizado. De Madariaga sostiene que la discusión sobre si era genovés o español, y si cristiano o judío, es una de las más inútiles que ha entretenido a los historiadores, porque Colón era todo eso. Había nacido en Génova en el seno de una familia de judíos españoles llegados a Liguria tal vez un par de generaciones antes. Su judaísmo es lo único que puede explicar que hubiera sido admitido para trabajar en Lisboa como cartógrafo, porque ese gremio estaba monopolizado en Portugal por esa comunidad. Su nombre, Christoferens, le habrá venido bien para emplearse a las órdenes de los muy católicos Reyes ídem, porque quiere decir “el que lleva a Cristo”. Pero nadie sabrá jamás si la conversión en esa familia pudo haber sido sincera, o acaso la manera más efectiva de esquivar incomodidades tales como expulsiones y hogueras. A de Madariaga no le sorprendió que Colón hubiera llevado a bordo un diario íntimo que escribió en español, algo inconcebible en un genovés recién llegado al Reino de Castilla y Aragón. A lo sumo podía aspirar al cocoliche, y para hablar con los demás, no con él mismo. Lo escribió en su lengua materna.
Entonces me parece bien que cada doce de octubre festejemos la diversidad, porque don Cristóbal la llevaba toda debajo de su sombrero. Sería más atinado poner en los calendarios “Día de la Saludable Ensalada Argentina”, pero como nombre de festividad no suena muy bien que digamos.
Eso sí, ahora tenemos que encontrar alguna manera de honrar a España, que eso sería de gente bien nacida. Y de poner un poco de sensatez en algunas otras cosas. En la Casa Histórica de Tucumán intenté hace poco ayudar a un turista holandés que buscaba el baño con cierta premura. No había carteles en inglés, pero todas las explicaciones de la Declaración de la Independencia estaban también en aimará y en quechua.
-Ω-

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