Servicio completo
Un bot es digamos, un programa que hace cosas e interactúa con nosotros como si fuera otro humano. Leo que han puesto en circulación uno que hace compras y que luego se ocupa de ordenar el pago del resumen de la tarjeta de crédito. Es de esperar que la persona que tiene que pagarlo, o que de alguna manera también soporta las consecuencias de semejante endeudamiento aunque sea en la mitad, no se entere demasiado tarde, como les pasa a los que llevan cuernos.
Si usted espera que yo haga analogías machistas con lo que suelen hacer con sus compras algunas personas que conviven con otras, olvídelo porque no voy a pisar ese palito en tiempos de corrección política. Además, se trataría de una comparación algo torpe: si algo caracteriza a esas compañías insensibles que adornan chistes en asados de hombres es que no se ocupan de pagar nada, le dejan la tarea al prójimo, o próximo.
Debo decir que en mi caso la compañía humana ha tenido por lo general la delicadeza de pedir opinión antes de embarcarse en algunos gastos. Aunque al asunto hay que ponerle voluntad y nadie es perfecto: muchas veces comprobé en involuntarios trabajos de campo cuán cierta es la llamada Paradoja de las consultas, muy analizada en ámbitos pequeñoburgueses algo decadentes como el mío. Los teóricos la han expuesto en estos términos: la propensión conyugal a consultar antes de comprar algo es inversamente proporcional a la importancia económica del gasto. Para salir del trabalenguas explico lo que quiere decir eso: cuanto más tonto es el número más debate genera la decisión, cuanto más trascendente es ese precio más sorpresiva resulta la operación. El asunto de cuánto hay que gastar en una botella de vino para llevar a la casa de alguien puede provocar varias consultas telefónicas dirigidas a alguien que la mañana siguiente se enterará de que hay cuatro personas pintando su casa.
Por eso, para el asunto de las tarjetas habría que hacer otro bot para que se peleara con el primero, desconociera consumos reales y le echara la culpa a alguien más. En las tradicionales situaciones domésticas, esas argucias no conmueven a los jueces, que se sabe que son agentes del perverso capitalismo. Pero a lo mejor sí podemos echarle la culpa a las entidades financieras, al bombardeo publicitario que daña las mentes vulnerables al consumo, o a quien sea con tal de que nadie ponga atención en la flojedad de nuestros diálogos familiares.
Esto de organizar un servicio que vaya para un lado y otro que reme en sentido contrario no es nuevo. Hay ejemplos de uso de semejante proceso dialéctico con finales felices. Florentino Ariza, el protagonista de El amor en los tiempos del cólera, ocupaba un banco en el Portal de los Escribanos de Cartagena de Indias (en ningún lado don Gabriel nos dice que fuera en esa ciudad mágica, pero yo no tengo dudas, o no quiero tener dudas). Allí se dedicaba a escribir cartas de amor a pedido de gente que no podía hacerlo. Una vez eso que llamamos suerte hizo que lo contrataran simultáneamente los dos enamorados, de modo que Florentino pasó muchos meses escribiéndose y contestándose a sí mismo, desplegando todas las herramientas de la seducción desde las dos trincheras, insinuando cosas que luego serían afortunadamente bien interpretadas, simulando primero indiferencia para luego romper un corazón con algún arrepentimiento, echando nafta a la pasión epistolar cuyo fuego él mismo encendería después. El escriba demostró una habilidad portentosa para manifestar celos, hacer reproches, anunciar desengaños en la justa medida que permitiera luego el goce de la desmentida o la generosidad del perdón, el siempre intenso disfrute de la gente que se reconcilia. Como era de esperar, semejante coincidencia en la elección del proveedor facilitó el buen desenlace de la historia de amor entre ambos clientes. Es que la coherencia siempre da sus frutos. Cuando los enamorados comenzaron a verse, empezó entre ellos la confidencia y se confesaron el modo en que habían logrado producir esas cartas ardientes, nombraron padrino de la boda a Florentino con la gratitud que se espera de la buena gente.
Para imaginar semejante historia no hizo falta que alguien inventara la inteligencia artificial. Se le ocurrió a un caribeño munido de un cuaderno mientras estaría tomando un buen café.
-Ω-
-

Comentarios
Publicar un comentario