Dos siglos de corrección política: in your face, gringos!


        La foto corresponde a un anuncio del Gobierno: la línea telefónica 145, dedicada a combatir la trata de personas, ofrece información también en idioma qom.

        No se trata de un arrebato de corrección política, ni de otro intento de aumentar las oficinas y los empleados públicos. Es pura coherencia. Los argentinos siempre hemos sido abanderados de la inclusión. Basta recordar esa maravilla de género teatral que es el sainete. Como si no nos bastaran tantos triunfos en el fútbol y adjudicarnos (a veces de manera poco verificable) tantas invenciones para ensanchar nuestro pecho de orgullo nacional, venimos siendo considerados con las minorías de manera ininterrumpida desde el minuto mismo de nuestro nacimiento como país.

        No hace mucho años visité la Casa Histórica de Tucumán. Me maravilló que los carteles que explicaban la historia del sitio estuvieran escritos en tres idiomas: español, aimara y quechua. Esos textos no solamente explican los episodios del Congreso de Tucumán, sino también el bajorrelieve de Lola Mora, tucumana también ella, que hay en el patio. Me dice un amigo bastante leído que la deferencia ante esos dos idiomas (originarios ma non troppo: uno proviene de lo que es hoy Bolivia y el otro, del Perú) tiene algún sentido histórico, porque en 1816 el acta de la Declaración de la Independencia habría sido traducida a esas dos lenguas. Dios sabe -o Jehová, o Alá, o la divinidad de la preferencia de cada quien, o ninguna divinidad ya que se entiende que "Dios sabe" es una forma decir "nadie" y de ninguna manera debe considerarse como ofensiva respecto de las personas ateas- si alguna vez fue leída por alguien en esos idiomas.

          Los carteles trilingües no están mal como homenaje a ese episodio anticipatorio de la corrección política de los siempre anticipados argentinos. Pero tal vez haya que hacer un esfuerzo más, a juzgar por la cara de “no sé dónde diablos estoy” de un matrimonio de turistas holandeses que se puso a mi lado durante la visita con la esperanza de que yo le contara algo útil. Esa gente me partió el corazón: imaginé lo penosa que puede resultar la experiencia de terminar con las nalgas aplastadas luego de un interminable viaje desde Mastrich hasta el fondo del planeta para no entender una jota de nada.

        Me volvió a la memoria ese episodio de multiculturalismo tucumano porque el otro día debí llamar a cierta oficina del condado de Miami-Dade, en el estado de Florida, para averiguar cómo se hacía un trámite. El sistema de atención telefónica me invitó a elegir el idioma en que quería obtener la información: inglés, español o creole haitiano. Ocurre que en esa zona de los Estados Unidos (o, como dicen unos amigos venezolanos que viven ahí, “que queda bastante cerca de los Estados Unidos”) hay muchísima gente que no entiende inglés. Se ve que el municipio ha considerado más económico atenderla en su idioma en lugar de gestionar las confusiones burocráticas que ocurren cuando el vecino no entiende una instrucción o un formulario e intenta hacer lo mismo muchas veces y siempre mal.

        Nuestro Gobierno informa que en el país hablan quechua unas ochenta mil personas, y que las aimarahablantes son unas mil ochocientas, bastante menos de las que hacen falta para llenar el teatro Ópera de Buenos Aires. Intuyo que esa gente entenderá también el español, no como le pasaba al matrimonio holandés, que después de haber dejado su dinero en aviones, hoteles y restaurantes tucumanos no lograba averiguar dónde quedaba el baño cuando, al parecer, el señor estaba padeciendo de cierta urgencia intestinal, acaso producida por alguna empanada traicionera.

        Cuando comenté con la seriedad que me caracteriza una ley de Chaco que manda incluir personas de la comunidad wichi en los jurados populares cada vez que hay que juzgar a alguien de esa etnia, supe que en esa provincia vivían, según el último Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas, 4629 personas que “se reconocen” como descendientes del pueblo wichi. Debo reconocer que esos no entran en el Ópera, a menos que algunos se paren en los pasillos. De su lado, en el barrio Little Haiti de Miami viven alrededor de treinta mil personas que hablan creole entre sí.

        Cuando salía de la Casa Histórica de Tucumán me cortó el paso una asalariada de la Secretaría de Cultura del municipio, munida de un bolígrafo mordido y una libreta de espirales, para pedirme opinión y sugerencias sobre el programa. Acaso haya estado yo un poco rudo porque solamente atiné a decir: “que despidan a su jefe, jefa o jefx, que no sé cómo se dice en aimará y quechua, y a usted que la remplacen por una pantallita de esas que ponen en algunos baños públicos para preguntar cómo lo han encontrado los usuarios”. Ahora recuerdo que gobernaba entonces la provincia un sujeto que hoy está preso por violar a su sobrina.

-Ω-


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